Yo era de esos sujetos en extinción. De los de pipa en mano y bufanda de colores, un ser llamativo como pocos. Ya desde que nací llame la atención. Mi padre, que es músico, siempre me recordaba el breve grito que compuse nada más nacer, perfectamente afinado en La menor, y como, acto seguido, me quede en silencio. Los médicos, que me dieron por muerto, mascullaron la palabra “Cadáver”, término que elegí a los 3 años como mi primera palabra al observarme en el espejo, y que se me quedó grabada a fuego en mi tierna cabeza. Recuerdo a mi madre sorprendida, dejando caer un: “¿Qué?”, y añadiendo en un lenguaje disléxico: “No hijo, no cadáver. Yo mamá, tu niño especial”. Evidentemente, la creí. Era “niño especial”. Yo no era un cadáver.
Años más tarde, contrariamente a lo que se suele asociar con ese periodo pre-coital y contestatario llamado adolescencia, yo fui un chico de los que les gustaba escuchar a los adultos. Incluso de vez en cuando me daban unas moneditas por los consejos que me regalaban desinteresadamente. Me encantaba escuchar, aprender lo que decían que decían otros, porque me daba cuenta de que ellos pensaban como yo, o yo como ellos. Me ayudaban a descubrir mi camino. Y me sentía enormemente agradecido. “No haces nada” me decía mi madre. “Pareces un cadáver” añadía mi padre. Y yo pensaba, sí, parece que lo soy, al fin y al cabo, fue mi primera palabra. Pero yo era un ser extraño, no un cadáver.
No mucho más adelante termine los estudios, o más bien, yo acabe con ellos. Y, como mi condición exclusiva requería, me entregue a esa maravillosa maquina globalizadora del trabajo fugaz, saltando de empleo en empleo. En esta aventura conocí a mucha gente, gente común y corriente, sin aspiraciones. De los que no escuchaban lo que pensaban otros. Yo les miraba, vestidos como yo, trabajando en lo mismo que yo, pero, no como yo. Yo era especial y ellos no. Yo no era un cadáver.
Actualmente duermo en una caja de madera, hecha en serie para personas de mi complexión, pero no igual de especiales que yo. Oí el discurso de mi propio funeral. Terminó con unas profundas frases de goteo: “Un trabajador. Un luchador. Empezó y terminó su vida en silencio. Escuchando. Y ahora, es un cadáver”. Era verdad, como todo lo que se escucha, y yo, como no podía ser de otra forma, la escuché y la hice mía. Ahora sí que tenían sentido esas primeras palabras de la infancia. Ahora sí que era un cadáver, antes no...
domingo, 13 de junio de 2010
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