Blog de la asignatura Crítica Teatral 2

impartida por Juan Antonio Vizcaíno


lunes, 13 de junio de 2011

Hiperrealidad


Todos los veranos de mi vida me ocurre el mismo fenómeno. Concluí llamarlo así desde que supe que me ocurría algo. Antes de aquel momento sentía la famosa piedra de Cortázar en mi zapato derecho y cuanto más adentro se hincaba la piedrita en mi talón, mi cerebro, la parte izquierda concretamente, más se empeñaba en mandar órdenes a mi conciencia eres feliz, eres feliz, eres feliz. Creo que ese debe de ser el recorrido: cuerpo, cerebro, consciencia. Cuerpo que recibe, cerebro que rebota, conciencia que se duerme. Pero nunca consigo noquearla del todo y todo el proceso deviene en un constante y cotidiano ligero malestar.

Este fenómeno se ha extendido a otros ámbitos de mi vida y ya solo soy un triste holograma de mi misma. Y todo comenzó un verano. El verano de mi desgracia. Empezaré mi triste relato por cualquier parte que es por dónde mejor se empieza cualquier cosa.

Un año cualquiera de mis últimos diez, estaba yo viendo la tele. No estaba sola. Me encontraba yo con un sujeto mujer, de veintidós años, soltera y trabajadora, publicitariamente hablando. O sea un sujeto de mi mismo perfil. Era el mes de Agosto a la hora de la siesta. El primer anuncio no hizo mella alguna en nosotras. Un coche. No lo necesitamos. Somos chicas que viajan a pie o en bici y el confort todavía no nos atrapa. El segundo: Seguros de hogar. No gracias. Somos chicas nómadas. El tercero. Música de cuerda. Suspense. Largo pasillo y gasas tornasoladas. La cámara avanza hacia un salón de imperiales columnas. En el centro Eva Longoria, a punto, a puntito de caer en la tentación y comerse un bombón de chocolate helado de cuya marca no quiero acordarme. Cuando al fin, decide que sí, que total un día es un día, toma el mango del bombón entre sus uñas rojas, le propina un mordisco con sus dientes blanco azulados y empuja la porción hacia dentro de su garganta profunda con su lengua rosa terciopelo. Los ojos se le ponen del blanco de sus dientes y sus gasas.

- Quiero uno de esos- dice mi prima con la boca abierta.

- Ya bajo yo – le digo cartera en mano.

Cuando regresé mi prima estaba sentada como si el sofá fuera una chaise longue. Abrí el helado con ansia. En ese instante recordé no sé por qué, mi infancia de polo de papel pegado. Y entonces me ocurrió por primera vez. El fenómeno. Encontré a aquel helado notablemente más pequeño que el que se comía la Longoria, ridículamente achatado por los extremos y pálido como si lo hubieran pintado mal. Miré a mi alrededor. Los muebles dieciochescos en combinación con la mesa de Ikea hacían del cuarto de estar un decorado desolador.

- Igual que el de la tele eh.

- Sí. Qué bien que es verano.

En ese momento supe que mis veranos nunca serían como los de la publicidad para poco a poco ir descubriendo que la tortilla de patata redonda y perfecta es congelada, que bebo y bebo bayleis y no hay manera de que aquel hombre vuelva, que no quiero esa falda, que quiero esas piernas y que me sobra el vestido de noche: Quiero la noche y el chico.

Pocos años más tarde me rapé la cabeza y frecuenté una secta. Ahí me enteré de que ese fenómeno ya está nombrado. Que suerte. Que alivio el de las cosas nombradas. El fenómeno se llama Hiperrealidad ha dicho un profeta.

Qué puedo decir de mi verano

Hiperreal, como todos los veranos.


Ana María García

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