Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams. Versión: J.L. Miranda; Dirección: Mario Gas; Reparto: Vicky Peña, Roberto Álamo, Ariadna Gil y otros; Escenografía: Juan Sanz y Miguel Ángel Coso. Teatro Español. Madrid. Del 4 de febrero al 10 de abril de 2011.
Tennessee Williams parece estar siempre de moda. Los montajes de sus obras se suceden a diestro y siniestro. Las interpretaciones de las mismas son variadas y casi siempre, funcionan. Con Un tranvía llamado deseo, Williams consiguió el que sería el primero de sus premios Pulitzer, galardón que conseguiría de nuevo con La gata sobre el tejado de zinc caliente. Ahora es Mario Gas el que se atreve de nuevo a coger el tranvía, y lo hace con notables resultados.
En Un tranvía llamado deseo, Williams nos ofrece dos modos de vida totalmente diferentes, y por lo mismo, enfrentados. Dos culturas condenadas a no entenderse. Blanche Dubois y su hermana Stella, educadas en Nueva Orleans, en la elegancia y el saber estar, y Stanley, marido de Stella, un polaco bruto y maleducado, bebedor, acostumbrado a vivir la vida casi a golpes. Stella se mueve entre esos dos mundos en un intento de reconciliación que está condenado al fracaso. Su hermana y su marido se enfrentan de manera despiadada, en un juego con cierto matiz sexual, aposentado en las bases de la naturaleza, en la que el más fuerte siempre gana. Por lo tanto, un duelo que uno de los dos perderá sin remedio posible. Finalmente será Blanche la que descienda a los infiernos. Una mujer que intenta mantener a flote a aquella que fue en su pasado, pero que se verá cada vez más hundida en la bebida y en la fatalidad de un mundo que se le revela ajeno. Un mundo que la conducirá a la locura.
La propuesta de Gas está totalmente anclada al original. Gas habla de esa diferencia de clases, de la lucha por la supervivencia en un mundo duro, de la necesidad de guardar las apariencias y esconder los errores, y también de la búsqueda del amor. Vicky Peña, que encabeza el reparto en su papel de Blanche, ofrece un personaje con tantos matices, tan concienzudamente elaborado, tan sincero en todos sus planos, que realmente hace que el espectador viaje con ella. Que la entienda y la compadezca. Los personajes se mueven en este triángulo imposible, trazando las líneas de lo improbable, es decir, dejando aflorar a la superficie que hay batallas que nunca podrán ser ganadas. Y relaciones que siempre serán imposibles. El contrapunto de Blanche es Stanley, interpretado por un rudo Roberto Álamo, que a ratos, parece demasiado, así, sin más. Demasiado bruto, demasiado natural, demasiado alejado en su interpretación a la tan matizada actuación de Peña. Ariadna Gil, en el papel de Stella, se mueve entre los dos como un árbitro que no acierta a distinguir quién cometió la primera falta. Y que, a pesar de tomar una decisión, seguirá preguntándose toda su vida si hizo lo correcto.
La escenografía, a cargo de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso, es un elemento fundamental de esta puesta en escena. Apurada hasta sus últimos detalles, da al espectador una idea del espacio absoluta y precisa en una única mirada. La pequeña cocina, la sala, el dormitorio, separado por cortinas, un baño del que sólo vemos la puerta y la luz en una ventana, y por último, la escalera que comunica este espacio tanto con la casa de los vecinos, arriba, como con la calle, abajo. Un espacio concentrado en el que se resumen los avatares de varias vidas.
El escenario se llena del calor de las bochornosas tardes de verano, y del frío de algunas de esas almas rotas y sin salida. Y el espectador que asiste a este desgranar de sentimientos también se impregna del frío y del calor, como si fuese uno más dentro de esa paleta de memorias. Al que la locura asusta tanto como a cualquier otro.
Porque ese resorte está en todos, presto a activarse en cualquier momento.
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