Si me pongo a pensar, me vienen a la fácilmente a la memoria media docena de títulos que tienen como protagonista un verano o que ocurren a lo largo de uno. Desde “La Muerte en Venecia” de Thomas Mann a la obra de Williams que aparece en el título, sin olvidar las comedias en las que a un grupo de adolescentes les cambian las vidas en una temporada estival. A nadie se le escapa la metáfora de vida que encierra, ese viaje, esa historia con principio, medio y, sobre todo, fin que esconde todo verano.
Nuevas vidas se viven cada verano. Vidas dentro de las vidas. Microcosmos del macrocosmos que son nuestras existencias. Dice mucho de uno lo que hace en verano. Están aquellos que planifican hasta el último día, hasta la última hora de sus vacaciones. Los que siguen trabajando. Los que, año tras año, lo pasan en el mismo pueblo. Los que se dejan llevar y lo aprovechan al máximo. Y luego estamos la mayoría. Los que cada año nos enfrentamos a ese lienzo en blanco que es el verano con un millón de ilusionantes proyectos. Ante nosotros tres largos meses, un tiempo que en junio nos parece infinito. Pero siempre llega un día en que barruntamos la llegada del otoño y vemos con desesperación que apenas hemos pintado una pequeña esquina del cuadro planeado, que todo el tiempo se nos ha ido en ponernos trabas y excusas. Y lloramos y pataleamos ante la llegada de septiembre por la oportunidad perdida. Y pensamos: quizá el próximo verano, tal vez en la siguiente vida.
Marisa Plasencia.
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