Enrique Díez Canedo. Viajando al presente
Díez Canedo podría ser perfectamente una especie de Pepín Bello de los años 30. Juan Ramón Jiménez, León Felipe o Gerardo Diego son algunos de los nombres que deben a Emilio alguna de sus primeras publicaciones en diarios como El Sol, o la revista España. Sin duda es uno de esos hombres a los que la vida sitúa en una posición particular, que unida una actitud personal, acaba convirtiéndolos en catapultadores de otros.
Nacido en Alburquerque, Badajoz 1879, el trabajo de su padre, un cultivado funcionario de aduanas le llevó de viaje por una parte de España durante su juventud, pero las fronteras de su vida seguirían ampliándose constantemente a lo largo de su madurez. Su periplo vital discurre de Badajoz a Vigo, de aquí a Barcelona, para llegar finalmente a Madrid, donde estudia derecho y trabajará explicando arte en la escuela de artes y oficios, y lengua y literatura francesa, en la Escuela Central de Idiomas. Siguiendo la estela de su madre que fue traductora de francés, en el futuro también él será traductor. Algunos años después ocupará el cargo de embajador en Ecuador, y más adelante en Uruguay. Durante la República ocupará cargos políticos destacados, y en 1938, antes del fin de la guerra civil, se exilia en México, donde será uno más de los “gachupines colorados”, título que deja claro el disgusto con el que la sociedad mejicana los recibía, allí fallece en1944.
La partícula humana
Canedo, a pesar de convivir con la élite literaria y política, tiene un valor humano indiscutible, valor que se demuestra en su constante interés por las clases desfavorecidas, lo que le llevará junto con otros miembros a fundar la Universidad Popular, una universidad donde se impartían cursos de diversa índole, y en la que llegan a emplearse hasta los domingos para asistir con grupos de obreros al Museo del Prado. O mediante la defensa que hace de su vínculo con Cataluña cuando se le acusa de anticatalanismo, acusación que le resulta tremendamente hiriente y a la que Díez Canedo responde de la siguiente manera: “Entre los catalanes, y no entre los anónimos están algunos de mis mejores amigos. He aprovechado cuantas ocasiones han estado a mi alcance para demostrar mis simpatías, y la palabra me parece muy débil por Cataluña”
Su labor con la palabra
Su labor literaria se centra en la poesía, y en la crítica, tanto literaria como teatral. Puede decirse que su carrera se inicia oficialmente en 1902 con un premio en el diario Libertad, por su poesía: Oración a los débiles al comenzar el año. Pero también ejerció como crítico literario, artístico y teatral, y como correspondía a un intelectual de la época, también fue tertuliano, asiduo a las tertulias del Pombo y del Regina. En 1930 es contratado como crítico en la revista Crónica y dos años después formará parte de la recién nacida Asociación de Crítica Dramática y Musical. El zenit de su carrera literaria llegará en el 35, cuando es elegido miembro de número de la Academia Española de la Lengua.
En cuanto a su actividad como crítico, con la labor de Díez Canedo probablemente podría reconstruirse una década del teatro madrileño. Sus críticas ayudaron sin duda a mejorar la escena, sus consejos llegaron a los oídos de actores y autores de la época, tanto nóveles, como consagrados, su postura atendía siempre a la necesidad de que nuestro teatro fuese hacia adelante, así que para todos había siempre algún consejo, o alguna discreta y amistosa advertencia.
Un defensor del teatro
Su actividad teatral, es decir, al margen de su labor como crítico tiene tres pinceladas interesantes. La primera y más importante, es la que deja bien clara su elección teatral cuando en 1903 se convierte junto a Unamuno, Valle, y Baroja, en uno de los firmantes del Manifiesto contra Echegaray. El teatro que habría de trascender a la historia estaba justo, en el lado opuesto de este autor.
En plena guerra civil utilizará el teatro con el fin de levantar el ánimo de la muy hundida retaguardia republicana, para ello organiza las “guerrillas del teatro”, pequeños espectáculos que se montaban por las calles y plazas de Barcelona.
La guerra civil sorprendió a Díez Canedo como embajador de la república en Uruguay, su hijo recuerda como día a día iban desapareciendo de la embajada todos los empleados, que uno a uno se iban adhiriendo al bando nacional, hasta que solo quedaron ellos dos para sostener la embajada.
Por último, exiliado ya, La Casa de España en México pública su ensayo El teatro y sus enemigos, un texto no exento de ironía, donde arremete contra el autor y el actor como enemigos internos, sin despreciar a otros varios que califica como externos, como el cinematógrafo, que ya empezaba a reconvertir en cine algún que otro teatro.
Díez Canedo es sin duda uno de esos hombres de la cultura que está en ella, no solo como creador, sino como impulsador de otros que alcanzarán un reconocimiento muy superior. Tal vez por esta particular posición no ha llegado a ocupar el lugar que merece, de hecho su reinvindicación se inicia tímidamente en 1952 con una valoración estética de su obra, no siendo hasta 1977 con la aparición de Vida y obra de Enrique Díez Canedo, de José María Fernández Gutiérrez cuando aparece el primer estudio de su figura. Esperemos que el futuro acabe de traer a Canedo al presente, y que esa soledad en la fue sumido tras el violento cambio de régimen sea superada y su figura recupere su merecido lugar.
Edepé
CRÍTICA ORIGINAL DE DÍEZ CANEDO
MAÑANA ME MATO
De Pedro Pérez Fernández
Teatro Eslava. Compañía Díaz de Artigas-Collado. (La Voz. 13.ii.35)
Rara vez afronta solo la responsabilidad de una comedia el señor Pérez Fernández. Las más une su nombre al del señor Muñoz Seca, con quien ha llegado a confundirse, hasta el punto de que muchos lo tienen por Ángel de luz y otros por Ángel de tinieblas del fecundo ingenio por quien llegó a tomar cierto auge el llamado “astracán”. El misterio de las colaboraciones parece impenetrable. Los más juiciosos dicen que poco va de Pedro a Pedro.
Sin embargo, después del Mañana me mato, en que el señor Pérez Fernández se apoya, por la costumbre de no ir solo, en un cuento de Wenceslao Fernández Flórez, cabría discernir en la obra común el aporte del colaborador Muñoz Seca si todo lo que la nueva comedia resalta fuese exclusivamente suyo. ¡Qué ligero se quedaría el señor Muñoz Seca si lo descargasen de toda insensatez, de toda la pesadez acumulada, y, entre otros lunares, de la violencia de improperio con que se atacan o se saludan los personajes de Mañana me mato! El protagonista, resuelto a “quitarse de en medio” después de una borrachera, se aprovecha de esa determinación, continuamente aplazada a ruegos de un amigo, para decir a los demás personajes cuanto se le pasa por la cabeza. Y que se le ocurre llamar textualmente “burra” y otros piropos así a una señorita vecina suya, es uno de los recursos cómicos que emplea el autor, y que abundan en la consabida razón social; pero no es sólo el presunto suicida: todos los demás insultan de palabra, a cual mejor, a un guardia que los custodia y lleva nota detallada de las injurias.
A este propósito podría recordarse cierta anécdota de un gran actor muerto no hace mucho. En la lectura de una comedia advirtió que determinado personaje increpaba al protagonista llamándole “¡Canalla, canalla!” Oírlo el actor, ponerse en pie de un salto y descargar un puñetazo donde el autor tenía su manuscrito, fue todo uno. Luego exclamó. “¡Eso, a mí no hay quien me lo diga ni en el teatro ni fuera del teatro!” Al señor Pérez Fernández –y a su colaborador- les va a pasar cualquier día algo por el estilo.
Peor fue lo que pasó anoche al autor de Mañana me mato. Puesto a hacer reír y a tomarse libertades –quizá apuntando a una farsa moderna, que en opinión suya ha de ser algo desprovisto de todo sentido-, no consiguió su propósito y casi todo el tiempo aburrió a los oyentes mejor preparados. Su experiencia teatral ya le habrá hecho distinguir, en el momento de salir al proscenio, la calidad de los aplausos que lo solicitaban.
Los actores ayudaron como pudieron, en especial el señor Manrique y el señor Collado. Josefina Díaz de Artigas tiene un papel de tanguista sentimental –que las hay-, al que da en algunos momentos una gracia de expresión que no parece extraña al que haya visto su interpretación de El sueño de Kiki, por ejemplo; pero le ocurre la desgracia de que el “trozo” principal, el relato de su vida, bien preparado para lograr efecto, es de una ñoñez sin ejemplo en la historia. Lo cómico y lo sentimental se hunden ahí en el mismo naufragio.
Entre los demás comediantes, la señorita Blanch, el señor Juste y el señor Candel, con papel doble, cada uno de cuyos aspectos lo acredita de un buen actor cómico, merecen especial recuerdo.
La compañía de Eslava, que comenzó con una mediana comedia de Benavente-mediana, pero de Benavente-, ha dado ahora un tropiezo de importancia para su crédito artístico. Necesita rehabilitarse a la tercera.
Enrique Díez Canedo
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