El zoo de cristal, de Tennessee Williams. Dirección: Diego Domínguez; Dramaturgia: Manuel Benito; Reparto: Paloma Tabasco, Carlos Serrano, Paula Ruiz y Mario Ballesteros. Escenografía: María Arévalo. Sala García Lorca. RESAD. Madrid. Martes 17 a las 18:30. Miércoles 18 a las 12:30 y 17:00
A estas alturas, hablar de Tennessee Williams no es nada nuevo. Y su zoo de cristal está grabado en la memoria colectiva, al menos en este mundo en que nos movemos. Y no es para menos. La obra respira fragilidad, pero también fuerza, y deseo, y desesperación, y ganas de cambio, y sueños, sobre todo sueños. El de Amanda Wingfield por encontrar un marido a su pobre hija coja, Laura, que vive en un mundo de cristal, el de sus animales, tan frágiles como ella. Laura, tan frágil que podría romperse en el puño de un hombre, como ocurre con su unicornio de cristal. Laura sueña con amores de instituto, que son el reflejo de una imposibilidad que se guarece bajo su timidez, y bajo el implacable paso del tiempo y sus circunstancias (su amor platónico del instituto vuelve, pero sólo para marcharse de nuevo, no sin antes dejarla rota, ya sin redención posible). Y, por último, el sueño de Tom, la necesidad de alejarse de esa casa y de esa madre que le oprimen. También la necesidad de abandonar su trabajo como zapatero -oficio que por cierto también desempeñó el autor-, llevándose sus ansias de poeta bajo el brazo. Hasta ese lugar en el que encontrarse. El reflejo de una familia que podría ser como cualquier otra, pero que en ese momento es única en su devenir.
Esa es la idea que respeta Manuel Benito, encargado de la dramaturgia de la obra. Trabaja en esa dirección, y se reafirma en cierto dolor de vivir, en las fracturas de la existencia, en lo inútil de algunos sueños. Y sobre todo, en el desgaste que el tiempo hace, no sólo en la superficie de las cosas, sino también en lo más profundo. Como ese cristal, que con el tiempo y tras tanto frotar, va perdiendo su brillo y ganando arañazos.
Diego Domínguez ahonda en esta búsqueda imposible de la felicidad, a través de unos personajes fieles a los que Williams dibujó en su día. Carlos Serrano, maravilloso en su papel de hermano y narrador, traslada al que mira por una historia tan plagada de realidad que parece dolerle a él, ahí, en medio de los ojos. Tom narra, vive, sufre, se enfada, mira la luna, nos mira, y hace que el que está ahí, entienda. Paula Ruiz asombra con la increíble fragilidad que desprende al moverse por el escenario. No resultaría extraño que en cualquier momento se rompiera, sin más, como un vaso de cristal que cae al suelo. Y cómo no, Amanda. Paloma Tabasco realiza una interpretación que lleva al espectador desde la risa más inesperada hasta la bofetada más cruel. Una madre casi esquizofrénica a la que se le escapan todos los deseos de las manos. Que no es capaz de controlar ni su vida, ni, a pesar de todos sus intentos, las de sus hijos. No hay sueños imposibles, parece decirse, pero vive en una perpetua mentira. Y lo sabe. Y todo esto bajo la mirada de un padre que vive sólo en un cuadro colgado en el salón, lo único que les queda desde que les abandonara.
La delicada escenografía de María Arévalo ayuda mucho a la construcción de la historia. Distintas alturas, un diván un tanto desvencijado, unas pareces que se nos muestran a partir de unos pocos trozos forrados en rayas a tonos pastel, esa terraza, reflejo metálico desde el que mirar la luna, la foto del padre, y por último, unas cortinas hechas con gasa que ayudan de manera absoluta no sólo a diferenciar los espacios reales, sino a descubrir, transparentar o esconder también los reflejos del alma. A lo que también ayuda la sutil iluminación, que en momentos se convierte en un personaje de la obra, jugando con los claroscuros de los mismos, mostrándonos los diferentes rostros de este drama.
Otra muestra más del buen hacer de los alumnos de la RESAD, que siguen manteniendo viva esta ilusión que llamamos teatro.
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