Blog de la asignatura Crítica Teatral 2

impartida por Juan Antonio Vizcaíno


lunes, 13 de junio de 2011

EDUARDO HARO TECGLEN


Testigo de la izquierda

Hay escritores que cuando se mueren, se llevan consigo un trozo de pasado en el bolsillo interior de la chaqueta. Y aun cuando sus lectores nunca hayan tenido el placer de tomarse un cortado con ellos, o conocer sus más íntimas manías (ni falta que hace), sienten el dolor del hueco de su columna vacía cada lunes en los periódicos.

Eduardo Haro Tecglen se hizo imprescindible para muchísimos lectores, en calidad de testigo privilegiado de esa primavera de colores brillantes, que fue la Segunda República Española. Desde sus columnas y ensayos se encargó de constatar que no había sido un sueño, que aquello ocurrió de verdad. Y llevó a cabo esta tarea todos los días porque ni un solo día dejó de escribir, de decir lo que pensaba, de denunciar la injusticia, según palabras de Concha Barral, su esposa, desde su página personal.

Niño entre bambalinas

La labor de cronista, como su amor al teatro, le venía de casta. Su padre Eduardo Haro Delage fue periodista y comediógrafo. El niño Haro creció entre prestigiosos intelectuales de la época como Eduardo y Ángel Guzmán, reporteros de La tierra y ABC respectivamente, y dramaturgos como Lauro Olmo, célebre autor de La camisa, retrato social de la España de posguerra, o Antonio Montoro, o Pepe Ojeda. Todos ellos retratados en la colección de ensayos El niño republicano que cumplen la función para su autor de unas memorias un poco a la remanguillé. Como bien podrían haber dicho los habitantes de ese Madrid afrancesado heredero de una tardía ilustración.

Haró Tecglen amaba el teatro, él dijo que siempre le fascinó aunque nunca tuviera vocación de escribirlo y que si bien el culpable de esta pasión era sin duda su padre también le debía mucho a Celia Gamez.

Las razones del éxito de Celia Gámez no son fáciles de comprender a quienes no la vieron, puesto que no era una belleza arrebatadora, no tenía una gran voz, ni siquiera era una bailarina consumada; no obstante su personalidad llenaba la escena, tenía evidente magnetismo y sabía organizar a su alrededor espléndidos espectáculos a medio camino entre la revista y la opereta, de los que salieron muchísimas melodías populares y en los que dieron sus primeros pasos muchos artistas como Concha Velasco, Lina Morgan y Esperanza Roy. Durante bastantes años elevó considerablemente el tono generalmente bajo de las populares revistas. Una de las necrológicas más bellas que escribió Eduardo fue a esta tanguista, cupletista y bailarina de chotis, leyenda viva de la España republicana. Aparte de esta pasión más o menos confesable no fue muy amante del género chico. La zarzuela, por ejemplo, nunca le gustó, dijo de ella que los libretos eran miméticos unos de otros, y todos de los clásicos. La música chabacana. Los actores que cantaban no sabían bailar y continuaban con la voz impostada diciendo sus papeles tontos. Los decorados tenían dobleces de tanto viajar.

El crítico

Ejerció la crítica teatral desde 1977 en Hoja de los lunes y desde 1978 en el País. Su doble naturaleza de literato y de cronista le hacía enfocar la tarea de la crítica teatral desde la escritura y desde el retrato social del público asistente a la obra en cuestión. Es bella la apertura de esta crítica de una reposición de una obra de Benavente, seguramente no del todo Santo de su devoción:

Desde el fondo del patio de butacas se ve un mar de cabezas grises, blancas, con reflejos azulados. Abrigos de pieles, bastones, algunas toses profundas y a veces un poco dramáticas: la burguesía ha vuelto al teatro. Van Español, otra vez, a ver a Benavente. Otra vez.

Es un regreso al orden. La burguesía había sido dispersada, expulsada, durante muchos años. El teatro fue suyo, lo construyeron ellos, lo hicieron a su imagen y semejanza en su lenta labor de poder. Por dentro y por fuera: elevaron a sus autores, crearon la adoración por las primeras actrices --las grandes damas--, por los primeros actores: los monstruos sagrados. Construyeron sus salas con dorados y terciopelos --como sus salones--, y arañas colgadas brillantes, irisadas.

El poeta

Haro era dueño de una prosa elegante e intensa, y como todos los grandes escritores no poseía ese ridículo pudor por mostrarse sensible. Algunas metáforas suyas martillean la cabeza de los que tienen la suerte de leerle.

Seguramente la intensidad de su estilo sea reflejo de los trágicos sucesos con los que le obsequió la vida. Haro Tecglen perdió a un hijo en los ochenta. Este suceso lo expurga en varios de sus escritos puesto que la línea entre su vida y su obra era delgada. Quizás el escrúpulo y el rigor de relojero con las que según su mujer Concha Barral, componía sus artículos, le salvaron de una tristeza inevitable o quién sabe si esa tristeza dio el aroma preciso a sus escritos.

Su parte de activista político de izquierdas la ejerció desde las revistas, fundadas por él en su mayoría, El Triunfo, que fue cerrada poco después por su evidente tendencia antifranquista, en la que también era redactor un joven Vazquez Montalbán, Jose Monleón y Fernando Savater.

La calle de la memoria

En los días que sucedieron a la muerte de Haro, se mantuvo un debate absurdo y un tanto irrisorio por parte de algunos portavoces de los partidos políticos. EL tema central giraba entorno si Eduardo Haro Tecglen merecía tener una calle o no. Este suceso hubiera sido tratado por él desde una columna con el tono irónico que le caracterizaba. Él que tanto recorrió y escribió las calles de Chamberí, la glorieta de Quevedo, la Calle Eloy Gonzalo, seguramente hubiera pensado que ninguna posesión colma más que las que atesora la retina y la memoria.

Durante los últimos años escribió la columna visto/oído para el diario El País y un blog, y además mantenía la sección diaria barra libre en el programa La Ventana de la Cadena SER. El 17 de octubre de 2005 sufrió un paro cardiaco mientras comía en un restaurante, por lo que fue trasladado a un hospital, donde falleció de madrugada.
Leer Haro Tecglen es leer sobre el Madrid de la Guerra Civil, es asomarse a un balcón de tiempo, en el que se forja nuestro presente y nuestro pasado. Un balcón al que aún no queremos asomarnos.

Ana María García.

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