El arte de desaparecer, de Antonio Lafuente.
Dirección: Antonio Lafuente. Intérpretes: Jorge Peña, Belén Orihuela, Raúl Tirado, Fernando de Retes. Ayudante de dirección, vestuario y escenografía: Marta Cofrade. Iluminación : César Barló.
El arte de desaparecer, cuento extraído del libro Suicidios ejemplares del escritor barcelonés Vila Matas, es el texto adaptado que Antonio Lafuente presenta en el ciclo de Muestra de Piezas Breves del Departamento de Escritura y Ciencias teatrales de la RESAD. El dramaturgo apuesta así por la difícil labor de adaptación a la escena de textos narrativos, superando en este trabajo algunas de las complicaciones que esta labor conlleva. El texto, que resulta sólido e interesante, se convierte en un reto de dirección escénica.
El cuento, y por lo tanto el texto de Antonio Lafuente, trata sobre las dificultades que tiene un escritor no sólo para escribir, también para superar los conflictos internos y externos que la publicación de su obra conlleva. Así, el personaje protagonista, retrata las inquietudes que en un primer momento interesaron a Antonio Lafuente, y que le llevaron a elegir este cuento. Inquietudes que por otro lado no pasan desapercibidas para cualquier persona que se dedique o se intente dedicar a escribir. No obstante siempre queda en el aire la pregunta de si es un tema que interesa al público en general. Superar lo discursivo de la narración y despertar interés son las mayores dificultades que el dramaturgo tenía que superar.
La puesta en escena presenta dos planos . En primer término tenemos al protagonista, Anatol, en su estudio, sufriendo los percances que ocasionan sus fantasmas interiores y las visitas de los que quieren obtener su obra y por lo tanto, según cree él, los secretos más profundos de su alma. En segundo término, y separados ambos por efectos lumínicos y por una cortina de gomas, los fantasmas, los recuerdos y los miedos. Pero estos dos planos no llegan a funcionar, porque no clarifican todo lo necesario la complejidad del mundo interior de Anatol. Una mezcla entre lo pensado y lo vivido que se intenta intensificar con la inserción de acciones físicas no naturalistas realmente interesantes y con efectos de sonido recurrentes que funcionan como símbolo de intranquilidad emocional del protagonista, que finalmente, y tal y como se había apuntado desde el principio de la obra, se suicida.
Los actores que se encargan de llevarnos a este mundo, interpretan en códigos diferentes con desigual resultado, característica que tiende a confundir sobre la comprensión del texto. Es probable que la falta de experiencia del dramaturgo en labores de dirección tenga que ver con esta circunstancia y con el insuficiente manejo de esos dos planos propuestos. La escenografía es un desván y el vestuario parece sacado de cualquier baúl que haya en él. Igual que la obra de Anatol, que permanece bajo llave hasta el final de la función.
El cuento, y por lo tanto el texto de Antonio Lafuente, trata sobre las dificultades que tiene un escritor no sólo para escribir, también para superar los conflictos internos y externos que la publicación de su obra conlleva. Así, el personaje protagonista, retrata las inquietudes que en un primer momento interesaron a Antonio Lafuente, y que le llevaron a elegir este cuento. Inquietudes que por otro lado no pasan desapercibidas para cualquier persona que se dedique o se intente dedicar a escribir. No obstante siempre queda en el aire la pregunta de si es un tema que interesa al público en general. Superar lo discursivo de la narración y despertar interés son las mayores dificultades que el dramaturgo tenía que superar.
La puesta en escena presenta dos planos . En primer término tenemos al protagonista, Anatol, en su estudio, sufriendo los percances que ocasionan sus fantasmas interiores y las visitas de los que quieren obtener su obra y por lo tanto, según cree él, los secretos más profundos de su alma. En segundo término, y separados ambos por efectos lumínicos y por una cortina de gomas, los fantasmas, los recuerdos y los miedos. Pero estos dos planos no llegan a funcionar, porque no clarifican todo lo necesario la complejidad del mundo interior de Anatol. Una mezcla entre lo pensado y lo vivido que se intenta intensificar con la inserción de acciones físicas no naturalistas realmente interesantes y con efectos de sonido recurrentes que funcionan como símbolo de intranquilidad emocional del protagonista, que finalmente, y tal y como se había apuntado desde el principio de la obra, se suicida.
Los actores que se encargan de llevarnos a este mundo, interpretan en códigos diferentes con desigual resultado, característica que tiende a confundir sobre la comprensión del texto. Es probable que la falta de experiencia del dramaturgo en labores de dirección tenga que ver con esta circunstancia y con el insuficiente manejo de esos dos planos propuestos. La escenografía es un desván y el vestuario parece sacado de cualquier baúl que haya en él. Igual que la obra de Anatol, que permanece bajo llave hasta el final de la función.
El arte de desaparecer abre dos debates igual de relevantes. Las dificultades que tiene un dramaturgo para llevar a escena su propio texto y los problemas de un artista descubriendo su obra. Ambas se resumen en el verbo "mostrar". Mostrar es parte de un proceso necesario que cualquier creador tiene que atravesar y que se parece bastante, para el interés de cualquier persona que no escriba, a una declaración de amor. Así se nos declara Antonio Lafuente, diciéndonos que ante todo, debe escribir.
Jerónimo Jimeno
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