Susurros de la tierra. De y dirigido por Alejandra Venturini. Reparto: Lucía Díaz, Jonatan González, Nidia Bustos, Raquel Seoane y Alberto Garrido; Diseño de vestuario: Amalia Facello; Diseño de sonido: Beltrán Jiménez; Iluminación: David Mínguez; Escenografía: Joan Quintas; Asistente de dirección: Gala Juárez; Madrid. Sala García Lorca de la RESAD. Estreno: 18 de Febrero de 2011.
Con frecuencia encontramos en escena la incapacidad para aunar poesía y dramaturgia. El acierto de esta propuesta está en que la dosis lírica está lo suficientemente medida como para que al público no se le escape el argumento.
Alejandra Venturini escribe y dirige esta tragedia de la tierra con destreza, poniendo al servicio del espectador recursos de puesta en escena sencilla. El texto tampoco es presuntuoso. Nos narra la pérdida un hermano y un esposo en tiempos políticamente convulsos. El lugar en el que transcurre la acción es indefinido. En cualquier guerra civil, los familiares o amigos desaparecen sin más, se los lleva la tierra y el niño con el que jugábamos en el colegio se convierte en rival. La protagonista de esta historia (María) nos recuerda a Antígona, pues, como ella, no descansa hasta dar con los cuerpos de sus muertos. Le carcome la idea de que queden en el olvido, que se los lleve la tierra.
Venturini intercala monólogos que muestran el dolor que siente el personaje y su conexión con la noche, los búhos y el miedo (de aire lorquiano), monólogos meramente discursivos, que sirven como reflexión, de mano de los muertos, con diálogos propiamente dramáticos en los que María se enfrenta con su madre y con Antonio (su “ex amigo” de la infancia). Los diálogos, más presentes al principio de la obra, van desapareciendo, llenando el escenario de monólogos de fuerte intensidad hacia el final. Este está algo estirado. Si tenemos en cuenta que la obra dura apenas una hora, probablemente asistamos a más de veinte minutos de clímax, lo que da lugar a falsos finales (aproximadamente tres) , siendo muy difícil mantener la emoción que se exige.
Para apoyarse en la idea de descontextualización, Venturini ha desechado el realismo: La actriz que hace de abuela es de la misma edad que la madre y que la niña y esta última tiene rasgos indígenas. Dentro del reparto encontramos diferentes registros. Falta cierta uniformidad interpretativa. Mientras que Lucía Díaz (María) se nos muestra hacia fuera, el trabajo de Jonatan González (Antonio) es más de contención.
La escenografía se reduce a un par de sillas y una mesita. Los elementos restantes los van sacando de los ya famosos paneles móviles de cristal de la RESAD, que sirven para ocultar los cambios, para separar espacios o para acorralar a la actriz principal. Están muy bien jugados porque en ningún momento ensucian la escena, por el contrario, la ayudan a que cobre armonía.
Acompañando a la escenografía viva, Venturini cuenta con un complemento importantísimo: la música. Genera ambiente y dirige la emoción. Resulta difícil imaginar este espectáculo sin el elemento sonido.
El público queda borracho de lírica, con cierta sensación de irrealidad, como si hubiera estado soñando durante la hora que ha transcurrido pero, con la certeza de que aún existen lugares en los que existe la coacción, por lo que hay que seguir luchando y recordando que la libertad es un derecho fundamental.
Ignatius Reilly
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