Ifigenia en Táuride, de Christoph Willibald Gluck
Dirección musical: Thomas Hengelbrock. Dirección de escena: Robert Carsen. Reparto: Susan Graham (se alterna con María Riccarda Wesseling), Franck Ferrari, Plácido Domingo (se alterna con Lucas Meachem), Paul Groves (se alterna con Yann Beuron) Susana Cordón, Anna Alàs i Jové, Maite Alberola, César San Martín, Tomeu Bibiloni.
Teatro Real de Madrid. Estreno: 13 de Enero de 2011.
El Teatro Real ha traído una versión moderna de un moderno compositor de ópera. Christoph Willibald Gluck (1714-1787), alemán de origen germano-bohemio, es considerado el reformador de la ópera. Ifigenia en Táuride pone punto final a éste proceso regenerativo.
Durante el Barroco, la ópera se aleja del dramatismo, en pro del preciosismo. Gluck, que desarrolla su carrera artística en Viena, apuesta por la recuperación del espíritu de la tragedia griega. Para ello, desecha las arias da cappo (es decir, aquellas que expresan los sentimientos de los personajes a partir de coloraturas artificiales), da una función psicológica a la orquesta y unifica coro, ballet y voces. Gluck es inspirador de Wagner, Goethe y Schiller, entre otros.
Ifigenia en Táuride trae de nuevo la versión del mito de Eurípides, en la que la hermana de Electra y Orestes ha sido perdonada de muerte por Artemisa, para la cual ahora realiza sacrificios en Táuride. Sin embargo, el destino quiere que Apolo ordene a Orestes acudir allí, huyendo de la persecución de las Erinias. Orestes llega con su amigo íntimo Pílades y es Ifigenia quien debe sacrificarlos a ambos, por real decreto. No obstante, al enterarse de que uno de ellos es su propio hermano, se ofrece a dejarlo libre. Orestes, sin embargo no puede cargar con la culpa del parricidio, así que decide que sea Pílades quien se salve.
Mediante varios monólogos/arias de suprema belleza, el público asiste al sufrimiento de los hermanos. Uno porque desea morir y acabar pronto con sus remordimientos, otra porque no se ve capaz de sacrificar al que pertenece a su sangre.
La nobleza de espíritu, propia de la tragedia griega, la encontramos en el amigo, Pílades, quien intenta convencer a Orestes hasta la extenuación para que sea él mismo el sacrificado. Pero parece que se le acaba el tiempo a Ifigenia. El rey ha descubierto que ésta ha liberado a uno de los presos y la apremia para que mate a Orestes. Ella levanta su espada y es en este preciso instante cuando su hermano la identifica. Se para la acción para dar lugar a un dúo muy emotivo con tema "el reencuentro". Entre tanto, las plegarias de Ifigenia han funcionado y la diosa Atenea acude a salvarlos.
Robert Carsen y Thomas Hengelbrock han unido sus fuerzas para poner en escena esta tragedia con final feliz. La unión ha salido bien airosa, pues pocas veces el público asiste a un espectáculo donde música, danza contemporánea y teatralidad sintonizan con tanto acierto.
Por lo pronto se agradece que al Teatro Real acudan montajes desprovistos de decorados fastuosos y demás elementos barrocos. La imaginación, por una vez, supera al objeto, pues Robert Carsen presenta un espacio a llenar exclusivamente por bailarinas y cantantes. Arranca el espectáculo y estas bailarinas pintan paredes y suelo del escenario con tiza los nombres de nuestros héroes griegos (Ifigenia, Clitemnestra, Orestes), para después anunciar la ensangrentada casta, borrando dichos nombres con agua (este recurso lo explotarán más veces a lo largo de la ópera, quizá demasiadas, dicho sea de paso). Todo ello, al ritmo de la deliciosa orquesta dirigida por Hengelbrock.
Las voces del coro y los solistas envuelven al público en un ambiente cargado de emoción que llena todo el escenario. Lo envuelven hasta el punto de olvidarse de que no hay objetos. Entra en trance a través de la fuerza de lo más básico: cuerpo y voz. Los artistas tampoco llevan colores destacables que diferencien unos personajes de otros, sino que el negro les sume en ese neutro coral. No obstante, Ifigenia (María Riccarda Wesseling), Orestes (Lucas Meachem) y Pílades (Yann Beuron) son claramente diferenciables gracias a sus celestiales voces. Quizá sea por ello que Atenea les salva finalmente.
En definitiva, Carsen y Hengelbrock han sabido conectar con el espíritu reformador de Gluck, al perseguir la austeridad, resaltando la potencia de los artistas, con el objetivo de humanizar la tensión propia de la tragedia clásica, lejos de los artificios que tanto desagradaban al compositor.
Teatro Real de Madrid. Estreno: 13 de Enero de 2011.
El Teatro Real ha traído una versión moderna de un moderno compositor de ópera. Christoph Willibald Gluck (1714-1787), alemán de origen germano-bohemio, es considerado el reformador de la ópera. Ifigenia en Táuride pone punto final a éste proceso regenerativo.
Durante el Barroco, la ópera se aleja del dramatismo, en pro del preciosismo. Gluck, que desarrolla su carrera artística en Viena, apuesta por la recuperación del espíritu de la tragedia griega. Para ello, desecha las arias da cappo (es decir, aquellas que expresan los sentimientos de los personajes a partir de coloraturas artificiales), da una función psicológica a la orquesta y unifica coro, ballet y voces. Gluck es inspirador de Wagner, Goethe y Schiller, entre otros.
Ifigenia en Táuride trae de nuevo la versión del mito de Eurípides, en la que la hermana de Electra y Orestes ha sido perdonada de muerte por Artemisa, para la cual ahora realiza sacrificios en Táuride. Sin embargo, el destino quiere que Apolo ordene a Orestes acudir allí, huyendo de la persecución de las Erinias. Orestes llega con su amigo íntimo Pílades y es Ifigenia quien debe sacrificarlos a ambos, por real decreto. No obstante, al enterarse de que uno de ellos es su propio hermano, se ofrece a dejarlo libre. Orestes, sin embargo no puede cargar con la culpa del parricidio, así que decide que sea Pílades quien se salve.
Mediante varios monólogos/arias de suprema belleza, el público asiste al sufrimiento de los hermanos. Uno porque desea morir y acabar pronto con sus remordimientos, otra porque no se ve capaz de sacrificar al que pertenece a su sangre.
La nobleza de espíritu, propia de la tragedia griega, la encontramos en el amigo, Pílades, quien intenta convencer a Orestes hasta la extenuación para que sea él mismo el sacrificado. Pero parece que se le acaba el tiempo a Ifigenia. El rey ha descubierto que ésta ha liberado a uno de los presos y la apremia para que mate a Orestes. Ella levanta su espada y es en este preciso instante cuando su hermano la identifica. Se para la acción para dar lugar a un dúo muy emotivo con tema "el reencuentro". Entre tanto, las plegarias de Ifigenia han funcionado y la diosa Atenea acude a salvarlos.
Robert Carsen y Thomas Hengelbrock han unido sus fuerzas para poner en escena esta tragedia con final feliz. La unión ha salido bien airosa, pues pocas veces el público asiste a un espectáculo donde música, danza contemporánea y teatralidad sintonizan con tanto acierto.
Por lo pronto se agradece que al Teatro Real acudan montajes desprovistos de decorados fastuosos y demás elementos barrocos. La imaginación, por una vez, supera al objeto, pues Robert Carsen presenta un espacio a llenar exclusivamente por bailarinas y cantantes. Arranca el espectáculo y estas bailarinas pintan paredes y suelo del escenario con tiza los nombres de nuestros héroes griegos (Ifigenia, Clitemnestra, Orestes), para después anunciar la ensangrentada casta, borrando dichos nombres con agua (este recurso lo explotarán más veces a lo largo de la ópera, quizá demasiadas, dicho sea de paso). Todo ello, al ritmo de la deliciosa orquesta dirigida por Hengelbrock.
Las voces del coro y los solistas envuelven al público en un ambiente cargado de emoción que llena todo el escenario. Lo envuelven hasta el punto de olvidarse de que no hay objetos. Entra en trance a través de la fuerza de lo más básico: cuerpo y voz. Los artistas tampoco llevan colores destacables que diferencien unos personajes de otros, sino que el negro les sume en ese neutro coral. No obstante, Ifigenia (María Riccarda Wesseling), Orestes (Lucas Meachem) y Pílades (Yann Beuron) son claramente diferenciables gracias a sus celestiales voces. Quizá sea por ello que Atenea les salva finalmente.
En definitiva, Carsen y Hengelbrock han sabido conectar con el espíritu reformador de Gluck, al perseguir la austeridad, resaltando la potencia de los artistas, con el objetivo de humanizar la tensión propia de la tragedia clásica, lejos de los artificios que tanto desagradaban al compositor.
Ignatius Reilly
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