Blog de la asignatura Crítica Teatral 2

impartida por Juan Antonio Vizcaíno


lunes, 24 de enero de 2011

Obra con actriz semienterrada

Los días felices de Samuel Beckett. Reparto: Isabel Ordaz y Julio Vélez. Dirección de escena: Salva Bolta. Escenografía y vestuario: Ricardo Sánchez Cuerda. Iluminación: Felipe Ramos. Espacio Sonoro: Luis Miguel Cobo. Producción: Come y Calla. Madrid, Teatros del Canal.

Un actor casi inmóvil en un escenario casi vacío siempre será un actor inmóvil en un escenario casi vacío. Sería lo mismo decir que un mecanismo de tales características desafía a las leyes del entretenimiento. Si Samuel Beckett retuerce los límites de la dramaturgia convencional es para incomodar al espectador complaciente, no para hacerlo bostezar. Es para angustiarlo, no para abrumarlo. Aburrirse no es un grado, por mucho que insistan algunos directores de culto.

Lo que diferencia a Happy Days de Cinco Horas con Mario, es unos cuantos gramos más de terror y un poco más de negritud en el sentido del humor, pero en el fondo no equidistan tanto. Ambos son monólogos para actrices, con personajes que se quejan de lo mismo; el gran timo que es la vida finalmente, y ambos, han de abordarse de la misma manera: trabajando cada matiz interpretativo con precisión de relojero. Esa es la única receta para no aburrir a un todo un auditorio. Pero la movilidad de que dispone la protagonista de Cinco Horas con Mario hace posible una interpretación más general soportada por algo más de acción, mientras que la actriz que interprete a Winnie de Happy Days no puede engañar a nadie. Está desnuda. Literalmente atada de pies y manos.

Isabel Ordaz es una actriz con demostrada solvencia interpretativa. Posee una cualidad excéntrica que la hace interesante, una técnica y un manejo de la voz impecables, además de gran plasticidad. Pero Winnie, su personaje, pide más. Pide compromiso con el presente. Lo que los más stanislavskianos llamarían verdad. (Como si verdad solo hubiera una y les perteneciera a ellos, pero este es otro tema.)

En otras palabras, lo que Happy Days necesita es un clown. Dícese de esos actores que saben improvisar o que hacen parecer que improvisan, que se muestran vulnerables ante un presente que les llena de terror y que ante ese vacío hacen lo único que les queda: actuar, hacer. En el fondo lo que intenta cualquiera en la vida real.

El resto, los personajes construidos desde la estética, la técnica o incluso la ideología no caben en esta obra. Se acaba viendo el andamiaje.

La escenografía recrea acertadamente la atmósfera de más allá apocalíptico que traslucen los universos beckettianos. Un plano inclinado sitúa a la actriz en un terreno inestable que favorece la angustia que pretende transmitir el texto. Las luces rosa, verde y naranja flúor dan un toque irreal al conjunto y finalmente una placa rectangular de luces apuntando a la cabeza de la actriz, la hacen parecer una planta en un extravagante invernadero.

Todo impecable, la técnica de la actriz, la escenografía, las luces, el público mudo en sus butacas. Hubiera hecho falta algo más para que esta obra pasara de ser una obra con actriz semienterrada a una metáfora de la existencia. Ese algo es el entretenimiento. Hay quien lo trata de fácil.

El público respondió afectuoso a una actriz querida y agradeció su esfuerzo titánico con un cálido aplauso.

Ana María García

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