Título: The Homecoming
Autor: Harold Pinter
Dirección e interpretación: companía Great Mascarad
Lugar: La Grada, Guadalajara
Fecha: 27 diciembre de 2010
La semana pasada tuve el privilegio de asistir a un bonito espectáculo, uno en el que corroboré mi propia opinión acerca de la fuerza femenina en el teatro. Y no lo afirmo por lo que observé encima de las tablas del teatro “La Grada”, en Guadalajara – “The Homecoming”, de Harold Pinter, representada por la compañía británica “Great Mascarad” – sino por la presencia a mi derecha de un crítico profesional, que se hallaba allí por motivos profesionales. Dicho ser disfrutaba tanto de lo que veía que se quedaba dormido por momentos desde el comienzo. El pobre no conseguía llegar a la fase R.E.M. puesto que el resto, exceptuándome a mí – que le miraba a él –, estaban pendientes de la obra: algunos reían, otros aplaudían de cuando en cuando. Sin embargo, la mayoría de los espectadores no se mostraban atrapados por la obra, no había verdadero entusiasmo. Pero bien, llegado el cuarto de hora de la representación salió a escena la única actriz de la compañía, una chiquilla inglesa llamada Jane Watson. Es preciso recordar que el argumento de la pieza de Pinter tiene cobra vida precisamente con la aparición de una mujer. Aquí viene lo mejor. De repente, como por arte de magia, el espectáculo adquirió un inexplicable esplendor: los diálogos fluían con más ritmo, el público comenzó a entender el humor negro del dramaturgo inglés, y el crítico del asiento contiguo, pasmado, posó su mirada y con ella todo su interés en la interpretación de esa tal Jane. No se movía. No pestañeaba. Se le caía la baba. La miraba a ella al tiempo que su respiración se hacía más salvaje y su pulso cardíaco se disparaba. Recordé el pasaje de Oscar Wilde en el que su héroe Dorian Grey ve por primera vez a Silbila Vane, de la que se enamora locamente. Unos instantes pensé que la extremidad más masculina del caballero que tenía a mi lado iba a romperle el pantalón y abalanzarse desde la fila seis hasta el mismo escenario. Entonces yo también quise fijarme bien en esa criatura y averiguar en qué consistía su encanto. Era muy fácil: una belleza que rozaba la veintena, con enormes ojos azules y unos cabellos bañados en oro hacían brillar su precioso rostro. El vestuario apretado le venía como anillo al dedo a su delicado, pero a la vez bien formado, cuerpo. La iluminación, atenuando los focos secundarios y centrándose en ella, también ayudaba. La representación me atrapó, y cuando quise darme cuenta, la butaca del señor crítico quedó vacía y permaneció así hasta la bajada del telón final. No sé lo que habrá escrito aquel hombre en su crítica, pero una vez acabada la obra, cuando todo el mundo ovacionaba a la señorita Watson, apareció él, al pie del escenario, con un ramo de flores. Un ramo, desde luego, merecido, y un gesto consecuente con la actitud del crítico, como gran profesional que mostró ser.
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