Camarero, yo no me quiero morir. Ni siquiera un poco. Recuerde que vivo en el barrio y no me queda más remedio que entrar en su establecimiento de vez en cuando. Pero sinceramente, esta noche, no me quiero morir. Quizá mañana, no sé.
No quiero abrir la carta de muertes para determinar cuál es la que más me apetece, porque, sencillamente, no me quiero morir. Ya se lo he dicho. Me encuentro indispuesto esta noche. Repaso el menú porque ha insistido, pero no pediré más que un martini.
No quiero, bajo ningún concepto, morirme de repente. La sorpresa que llega cuando nadie cuenta con ella y cuando todos cuentan contigo. Descarto, caballero, los entrantes: accidentes, fallos del sistema y por supuesto homicidios. No dejan de ser platos insatisfactorios que desvirtúan la naturaleza de la propia muerte. Con la agenda llena, amigo, y permítame llamarle amigo, es evidente que no se ha acabado la vida.
Tampoco quiero una muerte retrasada, larga y aburrida, que duele más que mata. Enfermedades y ejecuciones son platos demasiado contundentes para mi frágil estómago. Me atrevo a decir también que nadie debería cenar tales preparados.
Y desde luego, obvio el postre. Los suicidios están sobrevalorados. Cargan la historia de cobardes que no supieron esperar. Créame cuando le digo que soy muy capaz del ayuno si me sirve otra copa.
Le devuelvo la carta, no quiero morirme esta noche. Si lo hago, sepa usted que no fue por propia voluntad. Si ante mi tumba crecen flores funerarias, sepa usted que no seré yo quien las abone, pues estará mi cadáver exigiendo la hoja de reclamaciones, indignado por una muerte impuntual.
Ahora, retírese.
Jerónimo Jimeno
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