YA SOY INDIGENTE
Si ya lo decía mi madre. Ahorra, hijo, ahorra. Sí. Cuando salí de mi casa, hace ya más de dos lustros, para venir a la capital. Lo que yo no sabía entonces era que, por una vez, el no hacer caso a mi bendita madre iba a acarrear consecuencias. Nefastas, para más inri. Escuchen como suena dicho del tirón. Consecuencias nefastas.
El caso es que por aquel entonces todo me importaba bien poco. Vamos, que me importaba una mierda. Iba a vivir en la capital, ¿qué más podía desear? Tendría mi casa, mi trabajo, mis amigos. Con un poco de suerte (o mucha, siempre fui demasiado tímido), tendría hasta pareja. Y de ahí al cielo. Pero antes tenía que hacer una parada obligatoria en los estudios. Un precio demasiado bajo, me parecía, para todo lo que iba a conseguir. Una miseria. ¿Qué suponían unos cuantos años de estudio a cambio de una vida maravillosa? Nada. Absolutamente nada. Y además representaban un incentivo añadido. Iba a ser licenciado. Sonaba bien. Me gustaba la palabra.
Imaginen por un momento que se hubieran encontrado conmigo. En una fiesta, una exposición o caminando con un amigo común por la calle. “Hola. Me llamo Müll. Soy licendiado, tengo una casa, tengo amigos, tengo pareja e intenciones de tener hijos. Sí, lo sé. Soy lo más. Sólo me falta el yate, firmo el contrato de compra la semana que viene”, serían mis palabras de presentación. Interesante, ¿verdad?
Eso pensaba yo entonces. Pobre iluso. Lo cierto es que mis estudios iban fatal, no lograba aprobar ni una. Mi casa se reducía a una habitación cochambrosa llena de humedad y con chinches en el colchón. Y el trabajo que iba a hacerme rico me dejaba comiendo lechuga los últimos diez días del mes. De la pareja, mejor ni hablamos. Cada vez que veía a una chica que me gustaba, me ponía tan rojo que casi me estallaba la cabeza, bum, como una bomba. Y hablar con ella era misión imposible.
Así transcurrieron los primeros meses. Y entonces, un día gris, tan triste como otro cualquiera, decidí que las cosas tenían que cambiar. Dejé las clases, que, a fin de cuentas, no me servían para nada, y busqué un trabajo mejor. Lo encontré. Vaya si lo encontré. Permítanme no contarles en qué consistía exactamente, me da vergüenza. Y vergonzoso o no, comencé a ganar más dinero del que podía necesitar. Las palabras de mi madre me vinieron a la cabeza. Una ve, una única vez, pero las alejé de mi mente de un manotazo. ¿De qué iba a servirme ahorrar? A fin de cuentas el dinero entraba a borbotones. Empecé a malgastarlo. Salía todas las noches. Ese mundo tan distinto al diurno me enloquecía. Sí. Me volví loco. Ya no me importaban ni la casa ni la pareja ni los hijos. Ni siquiera el yate era importante. El trabajo ya lo tenía, así que no pensaba en él.
Y entonces llegó. La gran patada en el culo. Mis excesos nocturnos fueron los culpables de que me despidieran. Yo, que no me atrevía a contar en qué trabajaba, había caído tan bajo que ni siquiera allí me querían. Me deprimí. Me deprimí mucho. Y sólo se me ocurrió una solución. Seguir anclado a esa vida nocturna, beberme los bares una noche tras otra. Cada vez era peor. Por las mañanas no recordaba nada en absoluto. Los días transcurrían en una especia de neblina opaca. Un día se me acabó el dinero. Así, sin más. No me importó. Iba a los bares y me bebía lo que otros no terminaban. Cuando no pude pagar el alquiler ni las facturas, me echaron de mi casa, que por cierto, ya no era cochambrosa y tenía un colchón nuevo. Tampoco me importó. Pensé en llamar a mis amigos y quedarme con alguno de ellos unos días, pero claro, no tenía. Comencé a dormir en un banco del parque. Era verano y me gustaba, aunque el banco era demasiado duro. En septiembre comenzó a hacer frío. Intenté buscar trabajo, pero al verme nadie quería contratarme. Y entonces comencé a preocuparme. Estaba solo. Me acordé de mi madre. Y supe, en ese preciso momento, que ese era mi castigo por no haberla escuchado nunca. Por no haber ahorrado.
Hoy, lo único que puedo decir si nos encontramos por la calle, es “sí, soy indigente”. Y quizá añada un “ahorre, amigo, ahorre”.
Ciertamente, mi madre era una sabia mujer. Lástima que me diera cuenta tarde.
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