Vivimos en el mundo de lo digital, donde una persona puede cruzar un país en apenas una hora, donde lo inmediato está a la orden del día y donde el silencio se ha convertido en una rara avis, algo exótico que pertenece a lo añejo, a la melancolía y a las tardes de domingo.
Un mundo convulso, de pueblos que luchan por su identidad, y de pueblos cuya identidad es la lucha. Un mundo conectado por millones de World Wide Web e infinitas redes sociales que permiten la expresión de ideas al minuto.
Y la gente va al teatro.
Porque el teatro se ha convertido en la muestra de lo real. Y es paradójico siendo la fábrica de la ficción. Pero cuando buscamos algo que nos acerque a lo verdadero, a lo analógico, acudimos al teatro.
Quizá porque respira, y nos conectamos a esa respiración que avanza con el paso del tiempo, que evoluciona y nos aporta momentos de aprendizaje, de evasión, de reflexión, o de consuelo. Quizá porque está tan vivo que nos recuerda que nosotros también lo estamos.
Esta noche en Madrid, Susana irá al teatro, y olvidará que su ex novio –ese cabrón insensible- se llevó al gato siamés que compraron juntos. Y sonreirá ante el descubrimiento del monólogo -del actor del flequillo bonito- en el acto tercero.
En algún poblado centroafricano se reunirán para evocar la primera vez que uno de sus antepasados representó la caza del león.
Y en Rusia, quizá el jardín de los cerezos esté en flor.
El teatro está más vivo que nunca, y nos une a todos, transmitiendo ideas de otros pueblos, de otras mentes, de otras geografías. Devolviendo un poco de paz a nuestro reino de estrés.
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