En Semana Santa, uno de esos días que no era festivo y no tenía obligaciones tales como trabajar, fui invitado a comer a la casa enorme de un amigo. Él dijo que yo ya había ido a esa casa. Yo pensaba que no, pero no se lo aseguré, hasta un rato después de comer, en que me enseñó el resto de la vivienda, y vi la habitación para la leer, con el sillón para leer. Cuando vi aquel sillón rodeado de libros en cada pared, miles de libros, estuve completamente seguro de que no había estado nunca allí, porque me habría fijado en eso. Cuando lo vi, me di cuenta de que ya no leo, y pensé que quizá es porque no tengo un lugar para leer, un sillón como aquél. Me dio mucha envidia. Pensé en todas aquellas veces en que he tenido ganas de tirar todos los libros porque no los puedo leer. Puede ser que no me haga falta un sillón, tal vez con una silla me conformaría. Al día siguiente, paseando por Alcalá de Henares, lo comenté con otro amigo, porque la existencia de ese sillón me había impactado, y mi amigo me dijo que él tampoco lee, que lleva un par de años sin leer. "Qué coincidencia", pensé. "¿Serán un par de casos aislados o una epidemia?", le dije. Pero él no respondió.
Esta Semana Santa me acordé de mi infancia y de mi juventud en que yo lo leía todo. Cuando iba al colegio me cogía 1 libro juvenil de la biblioteca del colegio antes de ir a casa a comer, a las 12 del mediodía, y al regresar para la clase de por la tarde, a las 3, ya me lo había leído. Para los fines de semana me prestaba la profesora, incumpliendo las normas de la biblioteca, 5 o 6 libros, porque si no, me aburría en casa. Cuando terminé con todo el catálogo de la biblioteca (las aventuras de Los Cinco, de Los Siete Secretos, de Los Hollister, de Guillermo), empecé a leer lo que había en casa, que era poco variado y realmente no para mi edad (las obras completas de Galdós, los libros sobre vida familiar y sexualidad de los años 70, y las novelas de Martín Vigil). Esta segunda etapa de mi vida de lector no sé hasta qué punto la aproveché, o hasta qué punto entendía lo que leía en ella. En mi casa no importaba lo que el niño, yo, leía, porque mi padre no me miraba cuando pasaba por el salón y me esquivaba para no tropezar conmigo, y mi abuela no sabía distinguir los libros, pero alguien de fuera de casa, un primo mío debió de darse cuenta de que la cosa no podía seguir así, que para un niño de 10 años no era esa la mejor lectura, y empezó a llenarme la habitación con libros de aventuras, y novelas de Julio Verne, y todo aquello que en su juventud había leído (me llevaba y me lleva 15 años). Y así leí otro tipo de libros más interesantes para mí que lo que poblaba mi casa. Y empecé a acumular en mi habitación miles y miles de libros, que la familia me compraba, porque cuando íbamos a algún supermercado o tienda, yo me paraba en la sección de ofertas de libros, y hasta que no me regalaban algo no me movía de allí. Como era un niño nervioso, aquella era la mejor forma de entretenerme, comprarme novelas de misterio de Agatha Christie y de Simenon, y de muchos autores cuyo nombre he olvidado, pero que están cerca de mí cuando escribo esto, en las paredes de mi habitación. Después, cuando pasé de los 15, cayeron en mi mano los best-sellers americanos. Y más tarde empecé a estudiar muchos idiomas y a tener libros en todas esas lenguas.
Ahora que me planteo irme de esta habitación que he ido llenando de libros diversos desde la infancia, me surge el dilema de qué hacer con ellos. Porque desde hace varios años no leo, y entre los que ahora tengo hay muchos libros que no he leído. Y pienso si el motivo de no leer es que no tenga un sillón para ello. Debe de haber un momento en que dejé de hacerlo. No fue al entrar internet en mis tardes, no, ni fue al cambiar de trabajo ni al producirse algún cambio importante en mi vida. ¿La culpa es de los libros? ¿Los libros ya no me dicen nada? ¿Fue de repente y no recuerdo cuándo ni por qué o fue progresivamente? Ahora que me voy a ir a vivir a otro sitio, una de las cosas que más ilusión me hace es tener un lugar para leer, quizá me consiga yo un sillón como ese de mi amigo, para leer, para ver si vuelvo a leer. Y me planteo la cosa más importante: ¿si tuviera un sillón para leer, leería? Acabo de caer en la cuenta de que no le pregunté a mi amigo si él le daba el uso correcto a ese sillón.
nico guau