La semana pasada tuve durmiendo en el sofá a un tipo alemán de 22 años. Yo le llamaba "el alemán", pero realmente era inglés venido directamente desde Berlín a Barajas, y desde allí, en pocas estaciones de metro, a mi sofá, del que hizo su morada durante 12 días. Era amigo de un amigo que circunstancialmente está en Alemania estudiando, y ya que este chico tenía que pasar en Madrid unos días, mi amigo pensó que lo mejor sería dejarlo conmigo. Por supuesto le dije que no. Rotundamente. Intentó agenciarse otro sofá entre sus amistades, pero dos días antes de su llegada, me pidió otra vez el favor porque no había tenido mucho éxito en la búsqueda. No sé qué le habría contado de mí en Alemania. Lo único que me dijo fue que el alemán cocinaba estupendamente y que hablaba idiomas. "Pues qué bien", dije yo, ya que pensaba que él tendría sus propios planes y que no dependería de un servidor para llevarlos a cabo. Pero no resultó ser así. Y además sucedió que yo, al lado de un alemán-inglés mucho más joven, quedé como un hombre de las cavernas. Aunque si hubiera sido de mi edad, lo mismo hubiera ocurrido. Porque yo leo y duermo por las noches. Porque soy un aburrido. Porque yo no voy de "fiesta", como él decía. "Fiesta, fiesta", repetía de vez en cuando. No voy de "fiesta" quizá porque soy un aburrido, porque soy un ser cargadito de complejos, porque no me gusta la fiesta. ¿Eso es común entre los españoles? No, he descubierto que el extraño soy yo. Los seres que me rodean se van de "fiesta, fiesta". Salen por la noche. Toman copas aquí y allá. Bailan. Eso de lo que había oído hablar y creía tan lejano, existe, lo descubrí la semana pasada. Y como para el alemán de mi sofá no era suficiente estar tomando algo entre semana hasta las 2 de la mañana, pues el viernes quedé con otros amigos para la tan mencionada "fiesta, fiesta". Me podía haber ido antes. Pero me quedé. Porque soy un ser cargadito de complejos y además sin personalidad. Porque soy un tonto. Me quedé y vi cómo todos le hablaban y le integraban en sus conversaciones y él hacía como si lo comprendiera todo, era muy agradecido y a cualquier cosa que le decían sonreía. Esa noche visitamos 3 locales nocturnos. Después, a las 5 de la mañana, algo bastante inusual para mí (habían estado tirando de mí en los últimos dos bares para que no me fuera), el resto de amigos que aún me quedaba en esos momentos, se quería ir. Entonces, cuando todos le empezaron a dar besos de despedida, mi alemán comprendió que la fiesta había acabado y ponía cara de desacuerdo absoluto. No le entraba en la cabeza por qué los españoles, o al menos aquellos entre los que había caído (ah, mala suerte), no gustaban de la "fiesta, fiesta". Para él era temprano. Nos quedamos los dos solos en medio de la calle. Yo le dije que me iba a dormir. Él no sabía qué hacer. Puede que tampoco quisiera quedarse solo. Le dije que la fiesta estaba por allí, y le señalé con el dedo hacia unas calles muy concurridas. Pero no se movió. Me iba, le invité a que hiciera lo que quisiera. Me siguió. Hasta el autobús. Refunfuñando. En alemán. Eran las 5 y media de la noche, estaba lloviendo, hacía frío. Él había recorrido, con sus 22 años, medio mundo haciendo autostop, y se había montado en invierno una excursioncita en bicicleta desde Berlín a Estambul. Desde Madrid iba a viajar a Buenos Aires a la aventura, para subir por la geografía americana hasta Mexico. Pero no podía irse de "fiesta, fiesta" solo. Entonces, cuando llegamos a la puerta del autobús, me gritó bastante. En alemán. Yo entendí el subtexto: la queja era sobre algo concreto, pero por debajo había algo más. Sólo dijo que se sabía cuidar bien solo. Que si era lo suficientemente adulto como para irse a Buenos Aires, entonces también podía irse de fiesta solo. Pero realmente protestaba por todos esos días monótonos que yo le había hecho pasar, de museo en museo, de teatro en teatro, de aburrimiento en aburrimiento; o hablándole español, que al fin y al cabo para eso creí que viajaba; o juntándolo con multitud de personas, cada una con sus rasgos lingüísticos, andaluces, extremeños, gallegos, vascos, madrileños, manchegos..., tratando de integrarle en varias reuniones de gente dispar que yo improvisaba cada tarde. Me echó en cara todo esto a la vez, pero sin expresarlo claramente. Le dije de nuevo que se fuera, y le señalé la dirección de la fiesta. En alemán. Me di la vuelta, esperando que cuando el autobús abriera las puertas ya no estaría allí. Y me sentí bastante mal. Pero él se quedó, sin moverse. Cuando llegamos a casa, a las 6 de la mañana, se metió en su (mi) sofá. No sé si se durmió o no, porque yo en mi cama sí me dormí. Con un gran cargo de conciencia. Por lo mal que se lo había hecho pasar al alemán. Por todos esos días en que él no había estado a gusto, y que yo sí había disfrutado. Tres días más tarde se fue. De una forma fría. No sé qué recuerdo se habrá llevado de España. Quizá, por mi culpa, piense que somos todos unos aburridos. Que no nos gusta nada la "fiesta, fiesta". Una amiga, antes de que ocurriera todo esto, me dijo que por qué los españoles éramos tan hospitalarios, que si acaso a mí en Alemania me hubieran tratado como estaba tratando yo a mi alemán.
La misma tarde que se fue, el que me lo enviaba desde Berlín me preguntó por mail que qué tal había resultado la visita. Todavía no le he respondido.
nico guau
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