-Aicha está fumando- Esa frase me sacó de la concentración que suponía observar fijamente a dos perros intentando aparearse . (Perros, con colita ambos, lo juro.)
Aicha era una paciente terminal del centro donde trabajaba. Tenía sida y el día anterior habíamos estado con sus dos niñas (una de catorce años y otra de tres).
Al escuchar esa frase, me alegré muchísimo. Aunque no alcanzaba a comprender cómo podría estar fumando una mujer a la que la tarde anterior había visto en las últimas, pero fumar conlleva respirar, era una alegría.
En seguida se encargaron de explicarme que Aicha no estaba fumando, si no que se había esfumado por defunción. (Problemillas con la lengua local).
Se me cerró el estómago, puse cara de circunstancias, pensé en si tendría algo negro para el funeral, planeé ir corriendo a cualquier floristería y encargar una corona. (¿Habrá floristerías en Lilongwe?). No me dio tiempo a más planes, el funeral era esa misma mañana, así que para allá fui.
Aicha era de la tribu Niau, en la otra parte del poblado. Después de dos horas andando, al doblar la esquina de una choza de adobe, me choqué de bruces con un caballero que llevaba una falda de hojas de banano, daba saltos en plan Masai y llevaba un cuchillo de mínimo 50 centímetros. Al chocarme con él, empezó a emitir unos alaridos terribles, que helaban el alma.
Me di la vuelta aterrada. Y si no hubiera sido porque mis cuatro acompañantes me hablaron de las terribles consecuencias que conllevaría mi no asistencia al funeral, habría salido por patas, me habría encerrado en mi choza y me habría pasado el resto del día engullendo papayas.
Cuando por fin llegué al centro del poblado, me informaron de que la familia de la muerta me esperaba para que entrara a “despedirme” de Aicha. (Que una blanca asista a tu funeral da prestigio y entretenimiento en partes iguales, así están las cosas.) Entré en la choza, donde estaba el ataúd tirado en el suelo. Lo rodeaban más tipos con hojas de banano pegando saltos, con patos y gallinas paseando encima de la muerta, y con las mujeres gritando. Me arrodillé para poner 20 kwachas (el dinero de Malawi) en la mano de la ex – Aicha. Cuando salí tenía ganas de llorar, de vomitar, de desmayarme… de cualquier cosa menos de estar ahí.
Después empezó el espectáculo. Los niños corriendo perseguidos por los hombres de los cuchillos. Otros hombres con máscaras gritando y saltando. Pude enterarme de que eran ritos en los cuales la muerte (los hombres) perseguía a los niños (la vida), y estos tenían que huir. Los niños disfrutaban de lo lindo, entre ellos estaban las dos hijas de Aicha.
Mientras tanto se servía un banquete a base de Bukari (una mezcla de agua con pienso para pollos a base de maíz hervido) y Kabichi (una especie de Col). Los adultos comían y cantaban. Cantaban y bailaban.
Yo observaba todo desde lejos, dándome cuenta del gran problema que tenía con la muerte. Allí era algo totalmente natural (y demasiado frecuente), para mí siempre ha sido algo que le pasa a otros. Y lo más curioso es que no parecía un motivo de tristeza, era una celebración más. Incluso sus hijas disfrutaban.
A la vuelta, nos acompañaron todo el camino los hombres saltarines con faldita y cuchillazos. Tenían que ir al cementerio, que estaba en nuestra parte del poblado, para ir preparando el camino. Estuvieron las dos horas del camino corriendo, persiguiendo niños y blandiendo sus armas. Cada vez que se acercaban yo salía pitando.
Por la tarde, mientras jugaba con los niños un partido de fútbol, apareció uno de esos tipos del cuchillo con una bandera roja en la mano. Los niños de inmediato se sentaron en el suelo y todo el poblado se quedó en silencio. Mi característica delicadeza y yo, pusimos en pie de nuevo a los niños para que siguieran jugando, ni se me pasó por la cabeza que pudiera estar pasando algo transcendental. Ellos me miraron dudando, pero como era la mayor y la dueña del balón, no tuvieron más cojones que seguir jugando.
A los tres minutos tenía al caballero del taparrabos pegando saltos y gritándome en Chichewa. Supuse que de tanto correr estaría muerto de sed. Le di mi botella de agua. La tiró. En ese momento pasaba por ahí uno de los pacientes del centro que sabía hablar inglés y que vino a rescatarme. Cuando hay un entierro en el poblado todo el mundo tiene que dejar de hacer lo que esté haciendo y quedarse en silencio. Si no, es como cagarse en los muertos de la familia, y eso está muy feo. Algo así me explicó.
Pasó en mi primera semana en el poblado. Es lo que dicen “empezar con buen pie.”
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