martes, 19 de octubre de 2010
APOSTATAR, ¡QUÉ BUEN TURRÓN!
Por fin lo tenía claro. Tras años y años de bendito estudio en un colegio de teresianas; tras las múltiples hostias recibidas en cuerpo y alma; tras tantas batallas perdidas contra el uniforme marrón de pata de gallo, al fin llegaba mi oportunidad. Habían pasado más de diez años desde que abandonara el colegio, y mi espíritu santo, pervertido por otros espíritus menos santos que yo, se rebelaba contra Dios y contra el mundo. Iba a verme libre de tan pesada carga y así recuperar, de paso, mi estatura original, que por otra parte, no iba mucho más allá del metro sesenta, cago en… El caso es que, con los adelantos de las nuevas tecnologías, aquellos papeles por los que suspiraban muchos como yo, estaban en mis manos. La apostasía era mía. Yo tenía el poder. Sólo faltaba imprimir y listo. Unas cuantas hojas que rellenar y adiós a Dios y a su Santa Madre. Pobre iluso. Ser estúpido. Cándida de mí. Esto de apostatar es más difícil que solucionar el hambre en África o la pobreza mundial con la ayuda de la Iglesia. Papeles y más papeles, colas, visitas al juzgado, firmas, esperas, y como único apoyo, la firme convicción de abandonar la Iglesia y a toda su santa plebe. Total, que le vi las orejas al lobo. Así que, visto que el tiempo corre, que las hostias sólo las veo en la tele y que la pata de gallo vuelve a estar de moda, he decidido posponer tan ilustre misión y emplazarla a futuras obsesiones. Igual me lo apunto como primer propósito de año nuevo. Porque otra cosa no, pero la Navidad está a la vuelta de la esquina.
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