El teatro contemporáneo tiene por costumbre modificar a menudo el espacio de representación, modificación que puede responder a tanto a cuestiones dramáticas, como a romper una convención que permitirá al espectador una pequeña sorpresa, una nueva forma de disfrute. Ahora bien, al hacer esto los directores deberían de tener muy en cuenta aquello que entra en ese espacio visual del espectador, a veces se superponen sobre los espectáculos elementos nada contributivos a un buen resultado.
Hace unos años en el exitoso espectáculo “Cabaret”, mientras en el plano inferior acontecía una escena dramática, en el superior, a la altura de los espectadores de la grada, salía un grupo de gogós, que minutos después mediante la proyección de un fuerte haz de luz, se convertían en danzantes siluetas de mujeres instrumentistas. El problema consistió en que eran sombras perfectamente visibles desde su aparición, y que el caos de su entrada, se continuó posteriormente en las interesantes conversaciones que seguían manteniendo situadas ya en escena. “Me queda pequeño el top”. “Lo he dejado con mi novio”. “Mira tía no te aguanto”. “Dios, creo que voy a vomitar” Eso sí, cinco segundos antes del compás todas en posición.
Recientemente en la obra “Santo”, obra que se ha exhibido en la sala pequeña del Español, y que ha sido concebida con escenario en formato pasillo, situando al público a ambos lados de la escena, ha ocurrido algo similar. En esta función el cuadro técnico ha ocupado una céntrica posición, entrando de pleno en el campo visual de los espectadores de la derecha. Si bien es cierto que hubo sigilo y comedimiento en la visible presencia de los técnicos, también es cierto que somos humanos, y lo humano vence, así que la representación se vio afectada por una serie de mal disimulados bostezos, consulta de algún mensaje en el móvil y miradas al reloj sobre todo ante la proximidad del final.
Se debería de ser completamente cuidadosos en todo aquello que afecta al campo visual del público, lo sucio, a menos que sea una propuesta estética no conviene al teatro y si por circunstancias algunos aspectos del montaje intervienen en el mismo de forma inevitable, tal vez deberíamos de establecer un protocolo, una fórmula para que su presencia resulte apenas perceptible.
Cierto es que si lo que introducimos en el campo visual del espectador es otro espectador, no podemos pretender controlar su comportamiento, si disfruta o se aburre está en su derecho, y si esto modifica la percepción de la obra, quienes hayan decidido el formato escénico deberán de asumirlo, pero esta debería de ser la única excepción.
El ojo del público ve, y casi siempre perdona, pero el profesional no debería de ampararse en esta circunstancia.
Edepé
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