La conocí el Domingo de Ramos. Era una monada con palma y vestido a estrenar a ras de pantorrilla. La invité a un vermut y, después de insistir unas siete veces me dijo que sí, porque estaba contenta de que Jesús hubiese entrado en Jerusalén. Nos tomamos dos con mucho sifón y comimos roscas de pascua. Las migas se le colaban entre los botones de la chaqueta que intenté desabrocharle. Me dijo entonces ruborizada que era una señorita contemporánea, pero discreta y que hasta mañana en la procesión.
Fui a la procesión el lunes, el martes y el miércoles. Delicadas vírgenes talladas en madera, chocolate con churros y capirotes erguidos. Y las castas relaciones con la señorita contemporánea sólo me llevaban a la autoflagelación. Así que el miércoles por la noche, al despedirnos, me traicionó el pequeño Judas y le robé un beso con lengua. Con el beso se le remangó la falda, se le aflojó la virtud y me invitó a cenar, pero el jueves. La cena sería el jueves. Qué gran día, el jueves, para cenar.
Al día siguiente estaba el primero en la salida del paso. Asistí a la procesión con fe en la noche que me esperaba. En el paseo hacia su casa le quité una mota de polvo del canesú, en el portal le pellizqué una pierna y en el ascensor suspiró de medio lado por primera vez. Enmarcada y doliente en su cajita barroca. Nos dimos un banquete y después, con la mañanita puesta, cenamos.
El viernes rezamos todo el día debajo de las mantas, incluso mientras se cocían los garbanzos. Estaba empezando a adorar a aquella virgen del soslayado suspiro con la que yo vivía mi particular pasión. Era limpia, devota y ágil. Abrigos de entretiempo en ristre nos fuimos a la procesión cogidos de la mano para ver al Señor arrastrando su cruz, pero en un santiamén estábamos de vuelta a su casa para ponernos de rodillas. Justo antes de entrar me dijo te quiero.
Corrí hasta mi casa, donde amanecí el sábado con las sábanas pegadas. Al escuchar las lágrimas de la virgen al otro lado del teléfono, decidí permanecer encerrado todo el día debatiéndome entre lo uno y lo otro, esto y aquello, abandonado a mi suerte.
Y el domingo resucité de entre los muertos para ascender a los cielos. La planté en la puerta de la iglesia, justo antes de que su boquita rosa pudiese blasfemar contra mí. Supongo que no lloró, que se tomó un vermut con algún apuesto caballero, porque los católicos estaban de enhorabuena. Yo me tomé cinco y canté una saeta. Me echaron del bar y me senté a la derecha del Padre.
Jerónimo Jimeno
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