La máquina de abrazar de José Sanchis Sinisterra. Sala: Guindalera. Actrices: Elia Muñoz y María Pastor. Espacio Escénico y Dirección: Juan Pastor. Producción: Teresa Valentín Gamazo.
Lo que más detestaba de niña Temple Grandin era un buen abrazo. Sobre todo si se lo proporcionaba espontáneamente algún ser querido. Algo que cualquier persona no aquejada de autismo agradecería, de no estar estresada, enfadada o simplemente poco cariñosa. Hoy Temple Grandin, prestigiosa Científica Animal se deja fotografiar rodeada de fans en actos públicos. Lo que demuestra que el autismo, como cualquier otra condición puede ser un punto de partida en vez de una limitación. Temple Grandin sustituyó los abrazos convencionales por la presión mecánica de una máquina destinada a aplacar el nerviosismo del ganado. Parecía tener más en común con los animales a los que visitaba en la granja de su tío, que con las personas con las que se encontraba obligada a convivir a diario. Hizo de esta circunstancia un modo de vida. El caso de Temple Grandin es recogido por Oliver Sacks, neuropsicólogo y escritor, en el libro Un Antropólogo en Marte.
Oliver Sacks hace de su terapia y de sus pacientes carne de ficción, como haría Sigmund Freud con sus famosas histéricas. A su vez el dramaturgo Sanchis Sinisterra, llevará a las tablas uno de estos casos como en su momento fue llevado El extraño caso de Dora.
El extraño caso de Temple Grandin, cargado poesía y lirismo, es retratado por el célebre dramaturgo, en una de sus últimas obras: La máquina de abrazar. El mecanismo dramático que presenta Sanchis Sinisterra en esta obra recuerda al diseñado por Juan Mayorga en Copito de Nieve. Dos personajes: un monstruo, en el mejor calderoniano sentido de la palabra, y su custodio. Encarnados en la obra de Sanchis Sinisterra, por una psicóloga neurótica y una lúcida paciente autista, valga la paradoja. Ambas exponen su caso en un ciclo de conferencias dónde se tratan asuntos de mucha más envergadura y sobre todo de mayor trascendencia económica. Tienen también estos dos personajes algo de Quijote y Sancho Panza persiguiendo su particular quimera. Sanchis Sinisterra gusta de utopías como demuestra en Ay Carmela o la recién reestrenada El Cerco de Leningrado.
Juan Pastor apuesta por una escenografía austera: un par de sillas y un atril de metacrilato, además de una pantalla dónde Iris va proyectando imágenes de sus queridos animales y plantas. El resultado es cierta atmósfera beckettiana, tan particular como el paisaje interno de su protagonista. Mayor cantidad de elementos habrían despistado la atención de la verdadera escenografía: el despliegue interpretativo de las actrices. Cabe destacar la magnífica e intensa actuación de María Pastor que a partir de tres sencillos rasgos que le sirven de base, un guiño, un movimiento de manos y una cadencia ronca, compone un personaje conmovedor no por ello exento de sentido del humor.
A lo largo de la obra paciente y psicóloga empequeñecen ante un mundo agresivo y cada vez más amenazador que va demasiado deprisa. Demasiado para la gente como Iris que posee otro sentido del tiempo. Entre tanto Iris se ha dejado abrazar en los momentos de mayor estrés por la máquina, sabiamente sugerida detrás de una pantalla. Máquina que funcionará como metáfora del aislamiento afectivo que no sólo sufre Iris, sino todos los que vivimos proyectándonos al futuro en vez de vivir el presente y pensando en cómo tener cada vez más en menos tiempo.
A medida que se quedan solas se van mirando la una en la otra, en un efectivo juego de espejos, para descubrir finalmente que tienen mucho más en común y están mucho más solas de lo que pensaron en un principio.
Después de un emotivo final, el público se rindió en un cálido aplauso ante este espectacular dúo tragicómico.
Ana María García
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