Existe un país en el mundo que se llama España. En España existe una ciudad que se llama Granada. En Granada existe un barrio que se llama el Albaicín. Pues justo en ese barrio, en el Albaicín, aprendió Enrique Morente lo que pudo del flamenco. Bien poco tiempo tuvo, porque a los 15 años se marchó a Madrid a buscar maestros en los tugurios más oscuros y en los tablados más notables. Porque los maestros están en cualquier parte y en ningún sitio. Él decía eso, que los maestros no existen, que en el flamenco todos son discípulos.
Enrique Morente se ha muerto a los 68 años después de darle la vuelta al mundo, después de saltar del Albaicín a la Séptima Avenida, de Granada a Nueva York. Y todo porque nunca cantaba igual. Se empeñó en aprender, fusionar e investigar, una vez más, todo lo que pudo. Cantó a Lorca a Cohen, se dejó tocar la batería y el bajo. Cantó con su hija, con sus amigos, solo.
La grandeza del inconformismo hizo de él un no gitano ecléctico capaz de llevar su repertorio hasta el Carnegie Hall. Para ser criticado por los puristas, que consideraron y considerarán que su camino no provocaba más que la destrucción de las raíces, y para ser aplaudido por neófitos y compañeros, que consideraron y considerarán que gracias a él, el flamenco tiene pulso.
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